Sopita, hierbitas, ollita.
La Cocina de Sary, Sopita de avena (1).
Si quieres conocer realmente una cosa, olvida su nombre.
Alejandro Jodorowsky
Escribir, exige soportar un tiempo detenido, en eso se parece a esta cuarentena. ¿Cómo hacer del tiempo detenido, un tiempo verdaderamente subversivo? Eso me pregunto yo. Quizás se preguntan ustedes ¿porqué hacerlo? ¿Qué implica subvertir?
Conocemos algunas subversiones, pero hemos usado la palabra, para referirnos siempre a subversiones socio – políticas. En lo personal, me interesa la subversión subjetiva, la que puede darse una a una, a lo largo y ancho del globo terraqueo, de este globo que es cada vez más chiquito.
Por otras razones, lo digo otra vez: el mundo es un pañuelo, y sobre eso, no hay culpables. O sí.
Quizás no estoy con ánimo para cuentos. Quizás hoy solo puedo escucharlos, pero no crearlos. Pienso en muchas cosas a la vez, pienso en los meridianos, y en el Ecuador, en la sopa de avena, y en los muertos de Guayaquil, pienso en el mundo colapsado, y en las cosas que escribí.
Sobretodo, pienso en las palabras. Pienso en las palabras como si fueran un recipiente, un recipiente que vacío. Un recipiente que abro para que caiga su contenido. Pienso en cada palabra, en cualquier palabra, en una palabra al azar y la abro, no como si tuviera una tapa a rosca sino con una apertura simple y rápida. Así, sin más, separo la palabra por su parte media y después de un crick, cae el contenido como si fuera un líquido. Es decir, un recipiente de apertura media. Si la palabra tiene cuatro sílabas, bueno, pues dos sílabas forman la mitad del recipiente, y las otras dos, la otra mitad. Si la palabra tuviera ocho sílabas, cuatro sílabas formarían una mitad, y las otras cuatro la otra mitad. Entonces, sigo. La palabra es un recipiente y el líquido cae, la palabra ya no significa nada. He aquí, una palabra vacía.
Buscaba un diccionario, para en él elegir una palabra, cualquier palabra. Después pensé, – como quien se da cuenta que tiene la llave en la mano – que palabras hay en todos los libros. Cerré entonces los ojos, y elegí un libro del estante medio de mi biblioteca. Por supuesto que el primero que mi ceguera eligió, fue un libro con fuertes resonancias afectivas, derivadas de un amor que no fue. Pienso en elegir otro, pero no puedo engañarme. Opto por elegir un libro de cada uno de los estantes, para que el primero, quede perdido en el montón. Así, me queda una selección de diez libros provenientes de los ocho estantes de la biblioteca de mi cuarto, y de dos pilas de libros de mis hijos que hace una semana están prolijamente apilados en una esquina, vaya a saber uno porqué.
Entre los libros escogidos, encuentro un libro sobre escritura de Scott Fitzgerald, Cartas de Posguerra de Victoria Ocampo, Kafka en la Orilla de Murakami, Las mil y una noches, Travesuras de una niña mala, de Mario Vargas Llosa, La cenicienta, una Enciclopedia de animales, La Odisea, un libro de poesías de Juana Dib, y un libro de entrevistas a distintos escritores, de Reina Roffé. Muy bien, una selección de lo más variada.
Lo importante, sin embargo, es esto: al terminar este escrito, hay diez palabras que habrán quedado vacías.
Tomo el primer libro, y cierro los ojos otra vez, deslizo las páginas entre mis dedos, como si se tratara de un juego de naipes, y freno en una página cualquiera, apunto con el índice y caigo en una palabra: escritor. Que conveniente, pienso. La vacío.
Libro por libro, repito la acción y sucesivamente pierden su contenido las siguientes palabras: infancia, dama, excede, alguien, eminente, pensáis, favor, cartera, número.
Muy interesante. Diez palabras vacías, y me siento un poco incómoda.
Quizás esto pueda colaborar, y aún no sé de que manera, a darle un cierre a la sinuosidad de mi pensamiento. Sé que voy a algún lugar, y sé que el destino es inevitable.
No confunda el lector, una imaginación por otra, y perdón que me entrometa en sus ensoñaciones, no se trata de que caigan las letras al vacío, sino de que las letras se queden vacías, es la palabra desprovista de sus conceptos.
Hace muchos años, me casé. Para ser precisa, en el año 2005. Ya no profesaba la fe católica, pero todavía valoraba sus ritos, me interesaba del rito, lo que había en él de tradición. El hecho es que ante tal acontecimiento, mis padres, invitaron a sus amistades, y sus amistades, nos enviaron regalos como dictan las buenas costumbres. Entre todos los regalos, recuerdo uno especialmente: una planta de interiores de hojas moradas, con una tarjeta que decía “felicitaciones”, firmaba León Febres Cordero. A mi me gustó ese nombre, compuesto por dos animales distantes en la cadena trófica, además de gustarme la planta, y valorar el gesto.
Tiempo después supe, que el señor, había sido Presidente de Ecuador, y Alcalde de Guayaquil. Hoy me acordé de él, cuando leí las noticias, y me acordé de la planta y el empeño que puse al cuidarla, como costaba que sobreviva, y como me costaba encontrar las condiciones que le hacían bien, como se le quemaban las hojas, o se quedaba pobre de ellas. Recordé que se la llevé a mi abuela. Pensé en su jardín de invierno, como una terapia intensiva, y decidí dejársela un tiempo ahí. Me la devolvió muy mejorada, y aunque un tiempo estuvo bien, sé que la dejé morir, cuando mi matrimonio llegó a su fin.
No sé que tal presidente habrá sido este señor león, que era también un cordero. Si habrá tenido la astucia o no, de hacer convivir cualidades de ambos mamíferos dentro de sí. Lo que sí sé, es que su regalo me acompañó más aún que la vajilla, los muebles, y los objetos de decoración. Me acompañó simbólicamente, y me acompaña de esa manera para siempre.
Yo, que no sé de política, pero sé de palabras, sé que si vaciamos a los leones y a los corderos, podemos esperar ternura y ferocidad, de un lado y otro de la cadena. Sé también que no hay mejor manera de cuidarnos, que ser un mejor espejo para los demás. Aunque asumamos más riesgos, aunque de esta forma también nos equivoquemos.
Hace un año más o menos, en un texto que llamé “Letras para el amor”, escribía:
“Escuché sin querer, que el mundo dejaría de ser lo que es, que algo de él se terminaría, quizás no todo él, pero si una parte. Que cambiaría de forma. Escuché que no era una idea vaga, ni tampoco una predicción, sino un devenir inevitable. Pensé en la muerte, y necesité recobrar la perspectiva. Hay una sabiduría de la muerte que la antecede. Sino la muerte, solamente es.
Entendí, que el mundo está enfermo pero que va a darme tiempo para aprender a morir. ¿No es acaso el más necesario de los aprendizajes? Aprender a morir, es exactamente igual, que aprender a vivir.
No siento la catástrofe, no moviliza en mí un ánimo resolutivo o reparador. Tampoco siento miedo, o pánico. Ningún temor. Pienso el mundo, como un acontecer. ¿Es posible, acaso, detener su destino inevitable, su apoptosis; su entropía?
Pienso que hacer con mi tiempo, sabiendo que no habrá mañana. Decido escribir al amor. Escribirlo, no es lo mismo que intuirlo, o saberlo. No es tampoco lo mismo que sentirlo. Escribir al amor, es darle mi tiempo de ser.
Se repiten en mi cabeza estas palabras, desde hace unos días, cada vez que leo las noticias. El mundo está enfermo, pero morimos nosotros. Puede que la banda de moebius, en sus nociones esenciales, explique esto muy bien.
No es lo mismo un organismo que un cuerpo. No es lo mismo la Tierra, que el mundo. Entre lo uno y lo otro, están nuestras palabras, nuestra cultura, las decisiones que como especie hemos ido tomando a lo largo de los siglos. Las marcas de las generaciones que nos antecedieron y las marcas que dejamos en aquellos que vendrán.
Podemos decir muchas cosas sobre esta situación, hacer infinidad de análisis, análisis ambientales, análisis filosóficos, económicos, sociales, políticos y médicos. Podremos estar de acuerdo o discrepar en nuestras conclusiones. El punto no es ese. El punto no es lo que esta pandemia nos hace pensar, sino lo que nos hace sentir. ¿Será en vano?
Sé que pestes hubieron unas cuantas a lo largo de la historia, pero es éste un escenario inédito.
Nuestra densidad, es nuestro peligro.
Nuestra demografía, nuestra perdición.
Somos la plaga del mundo.
Nosotros, somos la peste.
Existen dos palabras, entre todas las palabras, que necesitan vaciar su contenido, y significarse otra vez.
Que sea ahora.
Que sea, ahora, más inteligentemente.
*Soledad Lecuona de Prat
(1) www.youtube.com/watch?v=QnXkRy-i2Rs&t=28s