Es facil hablar claro, cuando no va a decirse toda la verdad.
Rabindarath Tagore
Hoy los extraños sentimientos de la otra semana me parecen muy ridículos; ya no me convencen.
La nausea, Sartre.
Un péndulo, es la costumbre del movimiento. Como la velocidad constante, se parece al estar quieto.
Mi relación con las palabras es inestable, lábil, susceptible de sufrir cambios de manera regular e ininterrumpida. No, no es un cambio de rumbo, aunque tal vez. Es más bien, una decepción repentina. Un encuentro súbito con el vacío que las palabras rodean. Entonces me vuelvo silencio, un silencio que puede ser tan verborragico como mudo. No importa. En un vaivén, cesarán mis intentos.
Abandono libros con frecuencia, me enojo con los autores por no estar a la altura. ¿A la altura de qué? No lo sé. Si lo supiera, no lloraría. Me encuentro diciendo ¿pero esto es todo? ¿tanto alboroto para esta basura? Tantas páginas escritas, tanto papel gastado, revisiones, ediciones, impresiones, prensa. ¿Para esto?
Es que si no vas a maravillarme, no me hagas perder mi tiempo. Joder. Si no vas a maravillarme, me voy a comprar tornillos a la ferretería. Cualquier clase de tornillos. El vendedor preguntará: “Señora, ¿qué tornillos quiere?”. Le diré: “Cuales quiera” – ¿Cualquiera?” Sisi, cualquiera. Va a insistir- ¿del 5, del 8, del 10? Diré de nuevo: Cuales quiera.
Sé, sin embargo, que este enojo con otros, no es otra cosa que un enojo conmigo misma. ¿Qué es este deseo de escribir? ¿Esta insólita pretensión de materializar lo único que vale quizás y precisamente porque no ocupa lugar?
Escribo párrafos que no quiero volver a leer, siento un no se qué, que se parece a una agonía. Sé – por ejemplo – que si no termino de un solo tirón con esto que hoy escribo, morirán las palabras como notas inconclusas, tapadas con la verdad del polvo.
¿Otra oración? ¿Para qué? Todo intento me resulta absurdo: patético.
Claro, no se puede vivir así. Digo vivir, como digo escribir. Digo vivir, como dije antes, hacer fotografías. Una foto más, otro libro: la insignificancia, se inscribe en mi cuerpo como cansancio.
Al final, experimento mayor satisfacción cuando habiendo hecho el trabajo, acabo por tachar todas las palabras. Lograr el cenit de lo perfecto, me lleva al silencio.
Silencio.
Escribo, para otra vez, borrar, tachar, suprimir, anular, y que quede: nada. Es un proceso más digno, más sincero. No quiere parecer nada. Es, nada.
Hace algunos años tengo una relación incomprensible con un hombre que no conozco. Esto es, lo conozco, pero no lo conozco. Lo curioso es que aún antes de no-conocerlo, ya tenía cosas para decirle. Desde antes de no-conocerlo, estoy en desacuerdo con él, en todo, o en casi todo. Es como si no lo conociera, en un modo muy familiar, como si supiera todo sobre él, aún a pesar de mi misma. El podrá lamentarlo, pero siento derechos sobre él. Si lo tuviera frente a mí, quizás le tocaría la boca. Esa clase de derecho es la que siento.
Ayer, le envié un mensaje en el que lo acusé de exagerar un adjetivo. En su interpretación de un papel – que por otro lado me disgusta – eso es lo que hace: lo encarna de manera excesiva. Me responde que no entiende que quiero decir con “demasiado zurdo”.
Escribo como quien reduce fracciones: condensando términos hasta encontrar la mínima expresión de las cosas. Así… de esta manera: ser zurdo es ser un niño. No hay mucho más que decir al respecto.
Si tuviera que agregar algo, no sería para avalar el pasado de la sentencia, su construcción o sus motivos, sino para estar de acuerdo con ella: la única posición ética digna, es la de quien, teniendo los años, ha decidido crecer.
La continuidad del movimiento, impide fragmentar el tiempo. Ya no sé de que lado del trayecto estan mis sentimientos.
Deconstruir los términos, es dar. Doy entonces lo que sigue: deconstruir términos, es develar el sendero, con todas sus marcas y todas sus huellas. Cuando amo las palabras, amo, es decir: doy. Juego con las palabras como si fueran columpios, o hamacas. Cuando doy, tejo cálidas mantas hechas solo de palabras.
Reducir fracciones, es otra forma de dar.
Reniego de la mediocridad, que por otro lado, no es tal. No es que sean mediocres los autores que leo y me desilusionan, es que no logran capturarme… cautivarme, no logran encontrarse conmigo. Sin embargo, reinvindico aquello mismo de lo cual me quejo: en el océano de libros y bibliotecas, entre las miles y millones de páginas escritas y aún por escribirse, se esconde, callado y a la espera, el infinito milagro de un encuentro.