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Papel de seda
abril 18, 2023|Capiton(é)

Papel de seda

Tiempo de lectura: 3 minutos

Solo se siente en los oídos, el propio corazón.

Clarice Lispector, Un aprendizaje o el libro de los placeres.

El pasillo era estrecho. De un lado estaba la biblioteca, y del otro una baranda que protegía del vacío que dejaba una escalera. En la casa reinaba el silencio que sucede a la mitad del día, no el silencio total, no el silencio nocturno, sino aquel de vajilla que se guarda, de puertas que se cierran.

En el medio del pasillo, había una niña.

Y esa niña, era yo.

Caminaba de un lado al otro del pasillo, ensimismada en un pensamiento sin palabras. Jugaba como se juegan los mejores juegos: sin contrincantes, sin metas y sin destino.

Pan, queso, decía por lo bajo.

Pan, queso, repetía casi en secreto.

Pan, queso, con los ojos cerrados.

Deslizaba mis dedos por el lomo de cada libro, como quien los desliza por las teclas de un inmenso piano.

También conté mis pies. Sesenta de mis pies tenía el largo del pasillo, sesenta pies de zapatos escolares.

En algún momento, me detuve. Me detuve sabiendo, o sin saber.

Miré la pequeña ventana que iluminaba el recinto: el parquet recién encerado, la madera de las puertas y los marcos, la biblioteca misma, y a mí. Esa luz, también debía de estar sobre mí.

Miré mis manos que jugaban distraídas sobre la baranda, pero en un instante y de súbito; giré. Fue de repente, como quien deja de reír, y se toma el asunto en serio.

Leí el lomo de los dos libros que estaban justo frente a mis ojos. Dos libros grandes, enciclopedias de una misma colección. “En llamas”, rezaba el título. Pero a esos, ya los conocía.

Miré hacia arriba, para medir distancias.

Aunque no había apuro, tampoco podía demorarme. Me sujeté del estante inmediatamente superior a la altura de mi cabeza, y pisé en un recoveco de la biblioteca, que estaba a – quizás – un metro del piso. Un pie primero, después el otro. Estando ya parada sobre el mueble, noté que debía distanciarme para poder ver, debía mejorar el ángulo. Con gran dificultad, me di la vuelta y salté hacia el pasillo.

Pero antes de saltar, yo vi. Es decir, yo sentí. Lo que digo es que yo…yo supe. La idea que persistió, sin embargo, fue la que alimentaba mi curiosidad. Lo que importaba, es que necesitaba una silla o algo en donde pararme.

No hice ningún ruido. Saqué de mi cuarto, un banquito de madera, lo acerqué hasta el pasillo, y lo apoyé sigilosamente entre la baranda y la biblioteca. Después, me paré sobre él.

Observé mis movimientos, cada uno de ellos: el asombro siempre inquietante. Sentí a mis latidos confesar los miedos. Sobre mi corazón apoyé mis palmas, como queriendo anular la contradicción. Respiré profundo para acallarme, y sin mirar abajo, me concentré.

Ahora sí.  Ahora podía ver otros libros, libros nuevos, libros distintos. Leí títulos al azar, saqué algunos de su lugar y los hojeé. Leí fragmentos, autores, el primer párrafo de uno y de otro, examiné las tapas, las contratapas y las ilustraciones. Leí las fechas, sus años, su antigüedad.

Sacudí el polvo.

Adiviné las claves.

De repente, escuché el agua circular por el interior vivo de la casa, y supe que la siesta había terminado. Debía bajar.

Pero había un estante que todavía no había alcanzado, el de más arriba. Un poquito más, un poquito más y llego, pensé.

Me paré en puntas de pie, y me apoyé con las dos manos en el estante superior y aunque pude ver, también pude sentir el quejido apesumbrado de la biblioteca.

Voy a caer, me dije.

Inmediatamente después, biblioteca e instante se derrumbaron y el momento se volvió otro. Caí sobre la baranda, después escalera abajo. Los libros cayeron conmigo. Un dolor punzante me recorrió el cuerpo, y despertó a la muerte que dormía dentro de mí. Ella me susurró al oído una jaculatoria de cuatro palabras que no quiero o no puedo recordar.

Con la parsimonia habitual de mis sentidos, toqué mi sangre.

Para saberla.

La vi manchar el papel sedoso de una Biblia extranjera.

Después… me dormí.

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