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Contigüidad
agosto 15, 2023|Capiton(é)

Contigüidad

Tiempo de lectura: 4 minutos

Why would you believe in something awful, when you can believe in something wonderful?

Fleabag, Phoebe Waller Bridge.

Let everything happen to you: beauty and terror. Just keep going. No feeling is final.

Rainer Maria Rilke, Go to the limits of your longing

Tú, necesitas mis manos.

Pescador de hombres.

Quizás en todas las casas exista, o en casi todas. Ese rincón, esquina, recipiente o vasija, que funciona como “otro conjunto”. El conjunto que contiene lo heterogéneo, lo más diverso y disímil. Lo extranjero o el exilio. Lo sin tierra. Es habitual encontrarlo en algún vértice de la cocina, aunque no necesariamente. Podría gestarse en el hall de entrada, o en algún otro lugar de la casa.

En tal recipiente, esquina o rincón, podrán encontrarse objetos generalmente pequeños, muy variados, de procedencia a veces desconocida, cuya actitud vital, disposición y estructura, impiden ubicarlos bajo el amparo de algún otro conjunto. Así, – tal como están – no pertenecen a ningún lugar y se les supone, generalmente, un par extraviado. Puede tratarse, por ejemplo, de la tapa de una lapicera, de una llave sin puerta, o de un pedazo de algo que parece relevante: el repuesto mecánico, o eléctrico de alguna cosa, un papel con un sello, gomitas de pelo, un juguete antiquísimo, un resorte, o un cartucho, el caracol de algún río, la ostra de algún mar.

Así, lentamente, va conformándose este rincón singularísimo al que con el paso del tiempo, podemos reconocerle su propia identidad.

En el primer grado de la señorita Lucrecia, al que fui en el ya lejanísimo Año del Señor de 1988, también había un cajón de las cosas perdidas. A ese cajón (que era el cajón de su escritorio), iban a parar todos los útiles escolares que se extraviaban a lo largo del año. Lo recuerdo con cariño porque la Señorita Lucrecia, usaba los elementos del cajón para intervenirme quirúrgicamente, cuando a mí me dolía la panza. Me recostaba en los dos primeros pupitres de la fila, guardaba debajo de mi delantal un montón de objetos extraviados, y simulando una operación, iba sacando los objetos mientras decía: “¡Una regla! ¿cómo no le va a doler la pancita, si se comió una regla?. ¡¡Cuatro borradores!! ¿cómo no le va a doler la barriguita, si se comió cuatro borradores? Un lápiz violeta, y dos lapices verdes… ¿cómo no le dolería, si se comió casi toda una cartuchera?! Después de extraer todos los objetos, cerraba la imaginaria herida, y ese juego me curaba del dolor, aunque fuera temporariamente. Ese mismo año tuvieron que extraerme el apéndice, que, por supuesto, es el órgano más escolar de todos.

Pero me fui de tema.

Anita, entró a trabajar a mi casa en el también lejanísimo Año del Señor de 1992. Desde ahí y en adelante, trabajó en todas las casas en las que viví: la casa de mis padres primero, la casa del campo, mi departamento de soltera, mi casa de casada, mi casa del post divorcio, mi otra casa post divorcio, y así. El caso, es que ahí por donde pasó Anita, quedó este rastro: el recipiente de los pequeños objetos variopintos y contiguamente, un altarcito.

El altarcito, tiene por ejemplo, la estampita de alguna virgen o de algún santo, alguna flor artificial que había por ahí y que ahora hace las veces de adorno eclesial, y una vela domestica a medio derretirse. A ese altarcito irán a sumarse todas las estampitas, imágenes, y oraciones que a lo largo de los años de una vida cualquiera pudieran ingresar en un hogar cuyos habitantes – independientemente de sus niveles de agnosticismo – se resisten a dejar en la basura, ya sea por aprehensión, culpa o superstición. En todo caso, resulta, de este conjunto, un modesto altar; sincrético, de tradición latina y estética kitsch.

De la fe que tuve, las procesiones y las misas, los capitales de gracia, los retiros y los grupos de oración, de los rosarios rezados, las mil cuentas recitadas, las misiones emprendidas, los septiembres de milagros, los sacrificios encomendados, las indulgencias solicitadas, las alianzas, las confesiones, las medallas, las comuniones, las cruces y los santos inspirados… de todo ese dios, me quedó el altarcito de las estampas y su recipiente contiguo de objetos extraviados.

Y los cantos, porque los cantos, no lo dejan a uno nunca.

Sucede que un día cualquiera, me encuentro a mi misma, de pie en la mitad del living, llevo prendas de entre casa y un peinado de medianoche. En la mano izquierda cargo una escoba, bajo el otro brazo, guardo un botín, y en la mano derecha, sostengo un objeto inclasificable, que me dispongo a depositar en el recipiente de la cocina.

En un solo movimiento, ahí lo dejo.

Un movimiento, que, aunque rápido es significante, y aunque efímero; suficiente.

Suficiente, porque ya vi: a la Virgen Desatanudos y a la Virgen de Schoenstatt, a la Virgen de la Santa Espera, a San Jorge con su dragón, y a una Cruz; a la Virgen de Urkupiña, a San Francisco de Asis, al otro Francisco, a la Virgen Niña y a un Ekeko. Los miro, me miran, y ya tengo que formular las preguntas otra vez.

Al resto del living, lo barro y lo ordeno, con interrogantes existenciales golpeando a las puertas de mi conciencia.

Respondo con la inmanencia. Y mientras el dios de Spinoza, y el dios de Žižek me ofrecen algunas respuestas que necesito, también necesito la música que no me dan. Entonces recuerdo la canción de la inocencia, y la canto despacio hasta que me hace llorar.

Y este texto se vuelve vano, se vuelve incluso profano, porque no puede ni quiere olvidar. Una voz profunda, que anida hacia adentro, me obliga a lo que sigue y busca la paz:

Escribe lo que dicto y aquieta tu alma, que nuestra semejanza, no es una igualdad.

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