¿Por qué un desafío exige respuesta?
Jean Baudillard
…aquello que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad.
Jorge Luis Borges
Can´t we leave the world outisde,
Just for a while? just for a while?
P.H. Gessle
Un día, hace muchos años, cuando todavía rezaba al modo tradicional, entré a la Catedral, me paré frente al altar del Señor del Milagro, y leí el día quinto de su novena; un poco contrariada ya, pero conservando el rito con el que todavía podía sentirme en casa.
Cuando bajaba las escalinatas en mi camino de salida, vi sobre un escalón, un papel que me llamó la atención. Lo desdoblé y me senté ahí mismo para leer lo que decía. Era una carta en la que una mujer le explicaba a un hombre, las razones por las que no podía estar con él: “Entiendo que me ames – le decía – y me siento honrada, pero no es mi culpa que te llames Ricardo. No me relaciono, y mucho menos me acuesto con hombres que se llaman Ricardo, es una restricción de mi lista. Te lo dije ya infinidad de veces, pero insistes. No sé si crees que es mentira, o que no lo digo seriamente.”
En ese momento, me di cuenta que interrumpía el paso de los fieles que entraban y salían de la Ilustre, por lo que me levanté, crucé la calle y seguí leyendo mientras daba una vuelta por la plaza. “Solo para que entiendas que es muy cierto lo que te digo, y que hay mucha realidad en mi lista, voy a copiarla aquí mismo, para que puedas leerla”. A continuación y en el renglón siguiente, un título: “Restricciones de mi vida amorosa“. Estaba subrayado y seguido por dos puntos. Detallaba:
Hombres que nacieron en Uzbekiztán, Malasia o Corea del Sur.
Hombres que usan bigotes.
Hombres que circulan con bolsas o bolsitos.
Hombres que trabajan en el sector contable de la industria metalurgica.
Hombres que habitan en departamentos tipo duplex.
Hombres que se llaman Ricardo.
Hombres que se llaman Lisardo.
Hombres que profesan el Baha’i.
Hombres que escuchan reggae.
Hombres casados.
Hombres cansados.
Hombres que tienen en su casa, cuadros con patos, gallinas o cualquier otra ave de corral.
Hombres cuyos apellidos tienen una sola sílaba.
Hombres que usan joggins como si no existieran otras prendas.
Hombres que dicen que saben jugar al Bádminton, pero no saben jugar al Bádminton.
Hombres que no eligen lo que quieren.
Hombres que usan camisas negras.
Hombres con cinturones feísimos.
Hombres que no saben cosas.
Como ves – proseguía la carta – es muy específica. La escribí hace ya más de 20 años, que iba a saber yo que te ibas a cruzar en mi camino. No puedo siquiera nombrarte sin sentir que me traiciono a mi misma. Te pido por favor, que no me busques más. Quien sabe lo que podría pasar si fuera en contra de mis propias decisiones.
La carta terminaba con una firma ininteligible.
Me lo imaginé al pobre Ricardo, reclinado frente a su altar predilecto, rogando a la corte celestial que intercediera en el asunto. Guardé la carta dentro de un libro que llevaba conmigo, junté algunas flores de azahar y me fui.
Me fui pensando en aquella vez, que actué en contra de mis propias restricciones, haciendo caso omiso a los mandamientos de mi propia lista.
El hombre – que desde el principio me estaba vedado – tenía las manos enormes y una mirada perdida, como encallada. Nunca vi tanta hondura en los ojos, ni tanta oscuridad. Nunca una mirada me conmovió tanto.
Sabía que si me acostaba con él, le salvaba la vida. Pero ese punto – francamente – me resultaba irrelevante. De no ser por sus manos, y su mirada; de no ser, también, por ese objeto que tan singularmente atesoraba, lo hubiera dejado morir sin ningún problema, ahogado en su propio llanto, empantanado en sus arenas blancas. No estaba yo para socorrer niños grandes.
No es solo que no me importaba que muriera, sino que pude matarlo.
Aunque mucho más que la muerte, lo que él merecía era una agonía muy lenta, una noche le apunté con un revolver directo a la cabeza, para que se retractara. Para que se retractara de algo, de todo, de cualquier cosa, porque el noventa y nueve por ciento de sus actos eran en todo cuestionables, en todo abominables, verdaderamente aborrecibles.
Es que hay hombres, que necesitan medidas escolasticas. O renacentistas.
Cuando di por finalizada mi amenaza mortal, me acerqué la pistola a los labios y soplé un humo imaginario, como si ya hubiera disparado. Con una casi sonrisa que todavía no comprendo, me agaché para sacudir la parte baja de mi pantalón y sin mirarlo le dije dos cosas: No vales ni media jornada de encierro. Y: –una vez más, y te vuelo la cabeza.
Si. Esas fueron las palabras que dije, al parecer Hollywood acudió a mi encuentro en ese momento de necesidad: dos líneas trilladas, eficaces y metaforicamente pertinentes.
Al final, me acerqué a donde él estaba, me tomé el whisky que sostenía en su mano derecha, y fumé lo que quedaba del cigarrillo que sostenía en su mano izquierda. Con suavidad le acaricié la cara – toda la cara – entre un gesto existente y uno que ya no está.
En la mano donde estaba el whisky, dejé el revólver.
Después de esa noche, nunca más lo ví.
Supe hace un tiempo, que se compró un barco y que ahora navega la eternidad del Pacífico.
Esto pasó hace ya muchos años: la Catedral, la novena, la carta, los azahares y el recuerdo de mi amante extraviado. Hoy, mi memoria los trajo al vestíbulo de mi conciencia porque ví a Ricardo, Ricardo que perdió mi carta en las escalinatas de la Catedral. Lo vi de lejos, en la esquina de Belgrano y Alvear.
El cruzaba la calle, y yo esperaba que cambie la luz del semáforo para avanzar. En la radio sonaba una canción de 1991. Yo la cantaba bajito, como siempre hago:… “it is true, right from the start, I believed in the church of your heart”.
No sé si fue la música, o cierta nostalgia. Quizás fue el tiempo, que siempre nos deja atrás. Tal vez haya sido el amor, lo que me hizo llorar. El amor, que de tan esquivo, nunca se quiere quedar.