Those small hours.
By my side, A Farris
Do I look like I give a damn?
Casino Royale.
Nos conocimos en cualquier bar, el segundo miércoles de un agosto. Cruzaba su senda el zonda y se quejaba el invierno, porque hacía calor.
Alguien, antes, había imitado al penúltimo James Bond. Yo, que me imitaba a mí misma, quería del trago la sensualidad de su copa, y aquello que dicen las olivas, sobre el desierto, y la soledad.
Un mozo me sugirió el lugar: una mesa alta, cerca de la barra, con vista a una ventana, y la ilusión del mar.
Cuando lo sentí, giré sobre mí.
Estábamos a unos pocos metros de distancia, y me sonrió con la mirada. Me vi saludarlo en los ojos de un radiólogo o ecografista de mi ciudad, que apoyado sobre su codo derecho, observaba la escena, desde una barra de más allá.
Acercó una silla y se sentó en mi mesa, sin preguntar. Bebió de mi trago y yo bebí de sus ojos, y me dijo al oído la palabra más justa.
Tempestad.
Nos acostamos esa misma noche – a quien le importa si uno debe madrugar. Apagamos las luces para no despertar a la conciencia, y a todo lo demás, y aunque los dos jugábamos a que jugábamos, ninguno quería jugar en realidad.
El sexo se fue, siendo el dueño de aquella casa, y nos dejó improvisando palabras, que de tan nuevas – al final – fueron verdad. Él dijo cosas como todo, o nada, y yo dije algo sobre la muerte y algo sobre la piedad.
Aunque oculté las cosas terribles, salieron de mis labios sin gritar el horror. Susurré canciones que fueron como eslabones, como causas perdidas, como anillos sin fin.
Él preguntó por Dios, yo me encogí de hombros; después sentí la pena y sentencié un dolor. En la cita de un libro descansó la idea, después callamos, y nos pedimos perdón.
Quise amordazar la verdad y me reí de lo serio, pero las sábanas eran de seda, y no lo pude evitar: la piel de mis rodillas recordó la huida de todas mis vidas, me vi tropezar en el suelo y doblegarme en los charcos, saciar la sed con el llanto y la necesidad.
Dibujé bueyes en el lienzo de una playa, el niño que jugaba, siguiendo a un caracol.
Sentí temblar la tierra en un invierno olvidado. Y esa antesala… la de mi muerte, una vez no;
dos.
Me deslicé despacio, buscando las sábanas vírgenes, y el cansancio de todos los siglos se apoyó sobre mí. Sentí el aire gélido de la cueva nevada, aquella mañana en que por fin salió el sol: un filo de luz, me acariciaba el rostro, o tal vez fue su mano, inaugurando el amor.
No pude ya moverme, ni resistirme, y ya sin fuerzas para oponerme,
inspiré la esencia,
silencié los miedos,
y me dormí.