Venerar lo infinito: tal es la ley.
Los Miserables, Victor Hugo.
Pretendía que sienta por él algún tipo de admiración, porque una vez, metió la pelotita con pericia y excelso dominio, en no sé qué lugar, ni sé bien de qué manera, ante la mirada absorta de ochenta mil espectadores. Por eso, lo habían premiado con una copa; medallas, y esas cosas. En tal ocasión, un señor de traje que tenía un escudo en el blazer, le dio una palmada sobre el hombro derecho. Y hasta le sonrío.
Fue en razón de aquello, que él esperaba que yo lo admire. Esperaba que lo admire, pero que más lo desprecie, que me guste, pero que no lo demuestre, que lo ignore una vez, y que después; lo ignore siempre. Esperaba que finja, digamos, hasta el orgasmo.
Sus pretensiones fueron incompatibles con mis pretensiones, detalladas con precisión en la treceava línea de un poema. El caso es que aquello duró poco, o más bien nada, y solo quedaron los asuntos legales por resolver.
Pude contabilizar en él; una virtud y diecisiete vicios. Era inescrupuloso, perverso, calculador, mentiroso, ludopata, dependiente, misógino, sádico, machista, posmoderno, narcisista, tacaño, egoísta, histérico, insistente, hipócrita y feo.
La primera y única virtud, junto al último defecto, me lo hicieron querible, por lo menos durante un tiempo. Es verdad que era feo, pero a mí – que no me gustaba cualquier fealdad – me había gustado la suya.
Su curiosidad, confieso, era como la mía: ávida e incesante. Sin embargo, yo sentía culpa, y él era un delincuente. Por lo demás, él era sádico, ocurrente y rico. Yo: imperturbable e insolvente.
La ludopatía y su falta de escrúpulos hicieron de él, un hombre peligroso. Incalculables fueron los daños ocasionados, y las conductas muy penalizables en las que incurrió a lo largo de una década. Llenó de arena todas las miradas, rompió con perfidia todos mis espejos, y aunque faltó a los mandamientos de todas las biblias, y atentó contra todas las leyes, era una sola cosa la que no podía yo ya perdonar. Por su causa, puse un cerco a mis fronteras, amurallé mi frente y protegí mi espalda.
Necesité después, de las cosas concretas para nunca olvidar: un puñado de tierra, números consecutivos, una reina y la barca, el águila herida, una yegua mansa. Un feudo, una cruzada, la américa y una india dorada; una cruz sangrante, y la Palabra. Santos y caminos, pestes y plegarias, el corazón del continente, el tambor de la batalla. La oración, y la muerte.
El vientre. Y la espada.