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Trasluz
octubre 3, 2018|BeatsCapiton(é)Random

Trasluz

Trasluz
Tiempo de lectura: < 1 minuto

 

Junté las láminas que habían formado antes mi cuerpo. Una por una, las levanté. Parecían ojos u almendras gigantes. Grandes gotas, con principio y final.

Las conté.

En total, eran 3.870 láminas infinitas. No pude encontrar un orden, ni distinguir un patrón.

Me resigné.

Deambulé por ratos, pensativa. Levitaba, aún sin querer.

(Era la quietud, semejante a una agonía.)

El viento empezó a mecerme; por no sentir, me adormecía.

Conservaba las palabras, las mismas que me escriben, y con las que todavía cuento.

En forma de preguntas, vinieron a mi encuentro:

¿Dónde se complace el perfume por saberse?

¿Dónde se enciende el sol al esconderse?

Solo entonces pude recordar: un haz de luz, acariciaba la miel y de su brillo, otro brillo, le vi nacer.

Una lámina se adosó a mi ser.

– No es el espacio – me dije.

Y sonreí.

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BEATS
mayo 26, 2018|Beats

BEATS

Tiempo de lectura: 4 minutos

“Sentir es un pensamiento extravagante”

Fernando Pessoa

 

Tomé el primer avión, para cerrar una circunferencia. Cuando estuvo lista, caminé algunas calles. Elegí siempre las veredas con sol, y miré las hojas sobre el pavimento. No todas las hojas; hubiera sido imposible.

La luz era oscilante y yo la deseaba. Busqué las puertas que abren más puertas, y de estas, encontré más que tres. En una de ellas otro número me llamó a su juego, hasta que sin buscarlo esto encontré: el anhelo de una mujer, surgido de sus primeros años, nacido detrás de otras puertas, de esas que abren más puertas, y te llevan al mar.

Su anhelo dibujó el ser de un hombre, que pudo ser; que fue o no fue, y a quien creó a imagen y semejanza de la belleza de sus propias metáforas.

Si. La divinidad del hombre, de la mujer, está en su imaginación.

En la completud de mi circunferencia: un lazo la ata. Y me desata.

Querido padre:

Me siento el más desconocido de los hombres. Tengo sobre mi escritorio 25.000 fichas, escribo todos los días de 5 a 11 de la mañana, nadie puede entrar a mi gabinete de trabajo, Honorine lo tiene prohibido, también los niños, y tanto esfuerzo, tanta regularidad monacal, apenas me han servido para fraguar manuales de buenos sentimientos.

Si sigo así, padre, nunca podré probarte que nací para esto, no para recorrer los tribunales ni para jugar, como tú, el juego mentiroso de las Leyes. Te habré decepcionado sin remedio. Mi vocación, a la que te opusiste desde el vamos, siempre fue el océano. Lo supe aquella vez en que quise fugarme de casa para ver el Mar del Norte. El mar con su profusión de islas, sus lecciones de abismo, sus bosques sumergidos donde volaban peces fulgurantes, todos ellos poliedros de una sola fascinación, la libertad.

A la realidad, padre, siempre le faltó realidad, por eso me dediqué a imaginar que es, siempre, muchísimo más grande que vivir. Y es eso todavía lo que busco al escribir: desplegar los fósiles de la duración, organizar geometrías donde la expresión, amotinada, encuentre el asilo de un naufragio. Allí, encerrado en mi cripta, mi centro de soledad, mi mundo silencioso, instalo mis seres protectores. Allí, preparo mis proezas, mis ensueños de marcha en la inmovilidad, mi drama emparedado. Anoto. Llevo el registro de lo inhallable, me olvido del fardo, de mi matrimonio y de su asfixia de veladas frívolas. Digiero, en suma, la ira que me embarga contra esos tiburones que son los seres humanos. También aprendo a morirme, a serme fiel, a construirme por dentro para secretar mejor lo que no sé, para saber qué habla en mi casillero vacío. ¿Qué son mis viajes extraordinarios sino preguntas extraordinarias, sobre mis mundos conocidos y desconocidos?

¿Necesito ser feliz? No lo sé. Tampoco se si es importante conocer el arte de la caricia. A veces pienso que el amor es una pasión absorbente que deja muy poco espacio para otra cosa en el corazón del hombre.

Ahora trabajo en un libro nuevo ¿qué podrán importarme las neuralgias faciales que últimamente me atormentan? ¿los frecuentes vértigos? ¿La voracidad que me persigue? No es un precio tan alto, después de todo. El plan de la novela está acabado y será maravillosa. Tendrá resonancia de las caracolas marinas, la grandiosidad de los cataclismos. Allí he instalado a mi héroe, un capitán cuyo nombre es Nemo, un hombre atrincherado en un barco que avanza bajo el agua y pelea sin cuartel contra los cachalotes, los hielos, los pérfidos ingleses. Jamás he tenido tema tan hermoso entre las manos. No me perdonaría si me saliera mal. El barco se llama Nautilus. No sé de que estoy más enamorado, si de esa amalgama de clavos y de tablas o del odio implacable que hace de mi capitán un verdadero arcángel.

¿Te gustará? Quién sabe. Me temo que este insumiso que eleva la bandera negra de los piratas te parezca demasiado huraño, demasiado ajeno al ajedrez de tus convenciones sociales. Pero Nemo, ya lo habrás adivinado, soy yo. Cuando navega, su música coincide con la mía que es también la música de la noche y la claridad. Nunca una música se pareció tanto a una cuna, ni esta a un recuerdo transparente. En ese recuerdo, un niño ordena su mundo en un álbum de figuritas como más tarde, ya adulto, ordenará su infancia en la cueva de la escritura.

Ya ves: nunca dejaré de querer convencerte de mi deseo. Y eso que me siento cansado y a veces, sospecho que mi rebeldía no ha sido más que una forma de obediencia. Puede incluso que el viaje – todo viaje – dibuje una circunferencia y que al momento mismo de la partida, su historia, sea ya la misma historia de un retorno.

No importa, sigo eligiendo la sombra: la sombra es también una habitación, padre. Al elegirla, le doy un nombre:  imposibilia.  Y desde allí, lanzo mis palabras como si fueran dardos, pequeñas flechas que vienen de la respiración y van a la respiración y quieren una sola cosa: mantener al mundo – incluso lo que no me gusta del mundo – en estado de enigma.

Ojalá le des la bienvenida a esta carta. 

Tu hijo muy afectuoso, que trabaja como una bestia y cuyo craneo va a estallar, 

Julio.

* Carta extraída de “22 Cartas Extraordinarias de escritores muy reales”, de María Negroni.

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