“Dios, me enseñaron las Escrituras, no está para esto.
Está para preguntar, donde estás Tú”.
Jaime Barylko en David Rey
Cuando mi hijo mayor me preguntó si creía en Dios, no pude mentirle.
– La bondad es nuestra responsabilidad – me salió decirle – Está en nuestras manos.
– ¿Cómo? – insistió.
– Creo en los hombres, confío en la humanidad. – Respondí.
Después me dije para mis adentros, más vale que te lo creas, porque no sabes mentir.
Es cierto. No hay idea de dios, que valga para mí, más que cualquier corazón palpitante.
No seguimos hablando. Con la misma seriedad que formuló su pregunta, continuó con su juego de peluches y superheroes.
Mis padres me regalaron su fe y su fe, fue también mi fe durante muchos años. Unía a la familia, en algo más que una posibilidad: nos unía en la esperanza.
De niña, soñaba soñar con dios. De tanto anhelarlo, hasta mentí. No sucedió. Quizás fue mi anhelo el que me hizo encontrarlo en todas partes, hasta que quedó pulverizado, atomizado, desgranado: vivo.
Hoy, una idea de dios me parece grotesca. Sin embargo, amé mi fe, y amo aún los recuerdos que me ha dejado. Crecer en la fe, tenía la apariencia del lugar seguro: un recinto iluminado. Perderla, fue también quedarme sin luz, estar en penumbras… durante largo tiempo.
Tuve que reflexionar acerca de aquello, de aquella respuesta que dí.
Tengo aquí el mundo, y este gran mapa. Todos sus kilómetros, más o menos habitados.
Creer en la humanidad – concluí – es olvidar su abstracción.
Aquí, construyo mi fe. La que pienso regalar a mis hijos.
Fe en cada hombre y cada mujer.
Así:
uno
por
uno.
Confiar en su potencia.
Verla convertida en acto.