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Génesis
enero 28, 2024|Capiton(é)

Génesis

Tiempo de lectura: 9 minutos

(Primera parte)

Al anochecer jugamos a la payana,

en el escalón de la puerta de la casa,

serios como conviene a un Dios y a un poeta.

Fernando Pessoa, El guardador de rebaños.

To think what you want to think is to think truth, regardless of appearance.

Wallace D. Watles

– I –

Cuando Dios se dio a la tarea de crear el mundo estaba pues, en una fase creativa de su vida. Muy creativa y muy productiva. Casi en un estado de euforia, porque no podía dejar de imaginarse cosas y más cosas, y todo le parecía emocionante. 

Fue con este impulso creador, que se creó así mismo, dándose primero, la cualidad del Pensamiento, y también de la Palabra. 

Como no tuvo antes ninguna necesidad, Dios no había hablado nunca y cuando creó el mundo se escuchó la voz por primera vez. Quiso que esta fuera grave y robusta y que retumbara como en un eco. Le parecía que así debía de ser la voz propia de un dios y así fue, indudablemente. 

Su mente celeste, imaginaba un ente cualquiera: cuerpos con distintas formas, tamaños y colores; y su voz, emitía un sonido que resultaba ser la Palabra. Se sorprendía así mismo, y le entusiasmaba lo ocurrente y disparatado de su propia imaginación, que en su intrepidez, no le daba respiro. 

Es que una vez tomada la decisión de crear el mundo, Dios no pudo dar marcha atrás. No podía perderse ya en sus ensoñaciones vagabundas y su constante flotar por la eterna oscuridad, que sí, era un poco sosa, pero también era fresca, silenciosa y tranquila.

El caso es que cuando empezó a crear el mundo, tuvo que crearlo hasta el final, y tomada la decisión no pudo pensar en nada sin que su pensamiento deviniera en cosas: cosa que Dios imaginaba, cosa que le brotaba por la boca con raíces y todo. Porque cuando Dios imaginó el sauce, no se imaginó su semilla, sino un árbol ya crecido y en la plenitud de su vida. Se imaginó un sauce con varillas como aquellas de las faldas hawaianas, lo imaginó mecerse con el viento ahí mismo, en su habitual oscuridad, y a Dios le gustó tanto ese susurro que sintió lágrimas brotarle de su adentro, que era también su afuera; y de aquella pura emoción divina, junto a una leve insinuación de su pensamiento, brotó de la tierra el inmenso océano, tan profundo y lleno de vida como era – según Él mismo descubría – la cualidad esencial de su propio Ser.  

Estaba emocionado Dios, porque cada cosa que creaba lo hacía conocer más acerca de sí mismo. No sabía, hasta entonces, que en su interior existían las gibosas y los mamuts, las luciérnagas y los osos pandas, él bambú y los sauces, el fruto del molle, y la tierra misma que era una maravilla. Y se sorprendía Dios de lo que creaba y de entender, gracias a su aburrimiento, quién era Él mismo.

El día de los insectos estaba Dios empezando a pensar y sin mediaciones entre su pensamiento y su acto, ya abrió una mano y se encontró con un ciempiés lleno de patitas, a la misma vez que su boca decía ciempiés; entonces Dios conoció su risa y en el contagio de su propia risa, estuvo riendo todo el día, mientras creaba otros insectos tan sorprendentes y enigmáticos como lo era El. 

Fue con la creación del ciempiés y no de otra cosa, que Dios experimentó la soledad por primera vez, porque después de crearlo, miró hacia un costado, y hacia el otro costado, como queriendo comentar con alguien lo graciosísimo que era aquel singular insecto, pero todos los animales a su alrededor, estaban ya muy ocupados en cumplir con los designios de su cadena trófica, y ninguno pudo captar que Dios estaba requiriendo compañía. 

El caso es que reía y lloraba Dios de pura emoción porque todo lo que creaba le parecía o muy lindo o muy feo, o muy impresionante o muy peligroso, o muy tierno o muy divertido, o una mezcla de todo y con cada cosa que creaba, Dios descubría más y más acerca de sí mismo. 

Creando las bestias, descubrió el poder del rugido y la potencia temible que existía en él y de esa misma potencia creó la ferocidad del rayo, el bramido del trueno, dejó brotar el magma, descubrió el tornado, se esparció el humus, por toda la tierra el humus, y del humus brotó el trigo y también el centeno. Se imaginaba Dios toda clase de cosas y le brotaban por la boca, del mismo modo que salen tigres de la granada de Dalí.

Después de crear todos los mamíferos grandes, Dios creó un dinosaurio, y fue tan espeluznante, y tan aterrador, además de violento y carente de piedad, que se le ocurrió a Dios la idea del Tiempo, y en un santiamén creó los Siglos y los Milenios y distribuyó sus creaciones según lo creyó más conveniente.

Cuando hubo terminado, flotó hasta la copa de una secuoya gigante, y dejó que su Espíritu reposara mientras observaba gustoso, la calidad y cualidad de su Obra. Fue entonces, cuando Dios sintió la soledad dentro de sí nuevamente: ninguno de aquellos seres, ni los grandes, ni los pequeños, ni los con pelo, ni los con plumas, ni los que volaban, ni los que corrían, ni los que reptaban, ni los que tenían hojas, ni los coloridos, ni los opacos, ni los que daban luz, sombras, calor o frío… nada… nada de lo que había creado hasta entonces,  poseía, como Él, cualidad de Pensamiento y Palabra, y ninguno podía tampoco, sentir un regocijo similar al suyo; un regocijo que surgiera de la contemplación misma que le daban sus ojos, que no eran ojos, pero si eran ojos, aunque sin serlo.

Fue entonces, por una mezcla de soledad, curiosidad y deseo que Dios decidió aquello de “a imagen y semejanza”.

– “Si si” – pensó mientras descendía de la secuoya para darle a la Creación su Propósito – voy a hacer uno como estos, pero a diferencia de ellos, este se va a parecer un poco más a mí.

Ese Ultimo Pensamiento, a Dios le pareció el más emocionante de todos.

– II –

Algo veo de Dios en cada hora de las veinticuatro y

 en cada uno de sus minutos, 

En el rostro de los hombres y las mujeres veo a Dios;

 y en mi propio rostro en el espejo,

Encuentro cartas de Dios tiradas por la calle,

 y su firma en cada una de ellas,

Y las dejo donde están porque sé que dondequiera que vaya,

 otras llegarán puntualmente.

Walt Whitman, Hojas de hierba

Acostumbrado a su errancia, deambulaba Dios por el Paraíso y se encontró empantanado en una especie de barro arcilloso. Comprendió, súbitamente, que no solo había creado las cosas, sino la interacción de las cosas mismas. Le gustó la sensación de sus pies al contacto con el barro, y se agachó para sentir con sus manos, su textura y su humedad.

Entonces su boca, que no era una boca pero era una boca sin serlo, pronunció estas palabras usando el plural por primera vez: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra”. Y si así lo dijo, es porque así lo quiso y se expresó Dios de tal modo, conforme a su deseo y según su propia dualidad. 

El caso es que diciendo Dios estas palabras, acarició el barro y su Espíritu se agitó en un viento profundo que arremolinó el polvo a su alrededor. Cuando el polvo se asentó nuevamente, pudo verse surgir de la arcilla, así, sin más, el cuerpo esbelto de Adán; un exponente ya maduro, como quien dice, y en óptimas condiciones para procrear, lo que dicho sea de paso, resuelve de cuajo el intrincado asunto, del huevo y la gallina.  

Dios miró a Adán sin sorpresas, ya que por ser Dios, no le pasaba aquello de que lo imaginado difiriera de lo acontecido, como tan habitualmente les sucede a sus creaturas. No obstante, se acercó para constatar la adecuación de las terminaciones y la calidad de los detalles, y estuvo conforme Dios con su Creación, que por otro lado, y a diferencia de las demás, había sido no solo intuida, sino concienzudamente diagramada.

Adán, no comprendía lo que ocurría, y apenas se puso de pie, se tocó con una mano la cabeza, y frunció el ceño, como cegado por la luz y ese gesto fue el primer gesto de un ser humano sobre la faz de la Tierra. Después Adán se observó las manos, las palmas, los dedos, las venas que percibía en su interior, se tocó con un brazo el otro brazo, y observó sus pies, sus piernas y su sexo. No entendía Adán en donde estaba, ni qué era esto de ser, de repente; algo, es decir alguien. 

Caminó torpemente hacía donde estaba Dios, sintiendo todavía arcilla fresca bajo sus pies, y una vez que estuvo a su lado, lo miró expectante sin saber que otra cosa hacer. En ese instante, Dios se acordó del ciempiés, y entusiasmado llevó a Adán de paseo por los Jardines de su Creación. Adán iba entrando en tema muy de a poco, porque primero tuvo que salir de ese cierto aturdimiento que implica el nacer a la vida, independientemente de la edad que se tenga, o el modo específico de alumbramiento. 

El paseo inaugural de la humanidad fue este entonces; el que hicieron Adán y Dios – su creador – por los Jardines del Edén. Dios iba con los brazos detrás de la espalda, al modo de un filósofo griego y Adán, a su lado, caminaba todavía torpemente, todavía perplejo y aún adormilado.

Dios señalaba con su divino dedo todo lo creado; y le indicaba a Adán, el Nombre Verdadero de las Cosas, para que Adán conozca, aprenda y memorice. No se sabe a ciencia cierta, aún al día de hoy, si Dios – en realidad falible – no tuvo en cuenta el que Adán – así como estaba, recién creado – intentaba acostumbrarse a la luz, a los bichos, a la mirada acechante de las bestias, al mismo Dios que en su algarabía no se había presentado debidamente, y no estaba en condiciones de aprender y mucho menos memorizar los nombres de cada uno de los seres vivos que les salieron al paso, en aquel primer paseo terrenal. 

En el camino encontraron gallinas y abejarucos, un dragón barbudo y un rinoceronte, una iguana camaleónica, dos erizos, una lechuza patilarga, una manada de sasines, un castor ocupadísimo, un hipopótamo que estaba junto a otro hipopótamo, es decir, dos hipopótamos, un águila esteparia que al momento engullía un suslik, un azulito angoleño, una cabra de pelaje mixto, una chita, dos pavos reales, un león de melena clara, un zunzún y un cocodrilo grande. Por fin, a la orilla del ancho río, donde Dios y Adán se sentaron a descansar, una nutria ya con su cría, navegaba panza arriba con dirección y destino de mar. 

Adán observaba las aguas del caudaloso río y fue por su propio instinto, que se acercó a la orilla y juntó sus palmas, para beber.  

El hombre bebió. Después miró a Dios, y con una pregunta que no salió de sus labios, Adán sonrió por primera vez.

– III –

… así como un ladrón vería en él,

 la parte que en él, tenía avidez de robar,

 y así como una mujer quería de él,

 lo que un niño no comprendería.

Clarice Lispector, La manzana en lo oscuro.

Esta vez, sí que es hueso de mis huesos, y carne de mi carne.

Génesis 2: 23

Al caer la noche, viendo Dios que Adán se encontraba aún desconcertado, decidió permanecer junto a él hasta que amaneciera. Juntos, recogieron cantidad de hojas de distintos árboles, y con ellas prepararon un lecho. Podría haber dicho Dios, aunque no lo dijo, hágase un lecho de algodón y hojas de alocasia. En lugar de aquello, Dios enseñó a Adán como armar un lecho con lo que tenían a su disposición en las inmediaciones. Era una noche cálida e infinidad de estrellas iluminaban sutilmente el Paraíso. 

Se recostaron por fin, Adán y Dios, en el lecho que habían armado, y contemplaron el firmamento hasta quedarse dormidos. La primer noche de todas, Adán soñó con la nada, y Dios que soñaba sueños, que eran sueños sin serlo, lanzaba rayos o quebraba la tierra en algún lugar más o menos lejano de aqueste Paraíso. 

Cuando despertaron, Dios enseñó a Adán a modelar vasijas con barro, y a preparar canastas de mimbre, después dieron un paseo, recolectaron hongos y frutos y se sentaron a desayunar. Adán, que no había comido nada desde su nacimiento, estaba verdaderamente hambriento, y devoró los frutos sin dejar de mirarlos; pues comía no solo con el hambre sino con la curiosidad.

Cuando Adán hubo de saciarse, Dios le dijo, querido Adán es hora de que me vaya yendo, quedás a cargo. Habiéndole mostrado en qué consistía el proceso de la nominación en su primer paseo terrenal, Dios ordenó a Adán nombrar cada una de las millones de creaturas restantes, para que encuentre en ello un divertimento y porque nombrar y conocer, había dicho Dios, le ayudaría en su labor de preservar lo creado. Eso es lo que Dios le dijo a Adán.

– Pero… pero – titubeó Adán que no estaba convencido de que fuese una buena idea quedarse sin Dios, por muy paraíso que fuese el paraíso, y por muchas especies que hubieran para que el conociera y se entretuviera. Entonces Adán le dijo a Dios, mirá Dios… yo no tengo problema en cuidar tu jardín y nombrar cada cosa, pero acá todos los animales están de a dos, y yo no tengo a nadie que también pueda hablar y que se me parezca.

– No se diga más, dijo Dios, a quien el planteo le pareció sumamente razonable y le pidió a Adán que lo disculpe, explicándole que en la emoción de crear al que era a su imagen y semejanza se había olvidado de hacer simultáneamente el par. Pero estaba planeado, estaba planeado, se excusó Dios, y ahí nomás, sin muchas vueltas ni dilaciones, Dios le hizo a Adán, su Eva.

Cuando el hombre vio a Eva surgir de la arcilla, y despertar de su sueño de nada tal como él mismo había surgido de la arcilla y despertado de su sueño de nada, se sintió emocionado. Contempló a Eva por unos minutos y cuando ella abrió los ojos, le tendió la mano y la ayudó a incorporarse.

También a Eva, le llevó su tiempo salir de cierto estado de confusión porque – como es factible imaginar – es entre ensordecedor y traumático el ser creado así de repente, y de repente encontrarse frente a una imagen indescriptible como era la del mismo Dios que acababa de darle a la mujer la vida, y a su lado, un sujeto medio despeinado que la miraba con asombro y expectación.


El hecho es que Dios, con esos ojos de Dios que tenía miró a Adán y a Eva, y les dijo aquello de “Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla”

Y usó Dios la palabra henchid, que quiere decir “llenar la tierra hasta su límite”.

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